La misma fecha en que murió mi madre Ana Julia Rojas, el 31 de enero, murió mi padrino Luis Alberto Valencia, un hombre aguerrido, desde muy niño trabajó con dedicación y arraigo en el sector agropecuario. Digno representante de una generación que educó a sus hijos con la disciplina del trabajo y el honor de la palabra, sin que lo tuvieran todo pero jamás les faltara nada. Era de aquellos seres que sin tener la oportunidad de estudiar, aprendieron de la universidad de la vida, del trabajo, con los elementos suficientes para forjar su personalidad recia, llena de valores, de respeto y de amor por sus semejantes, ante todo, de aquellos que lograron distinguir que las cosas buenas en la vida hay que estimarlas no por su precio, sino por el valor que representan para nuestra existencia.
Se nos están muriendo aquellos que iluminan la existencia, los luchadores, los cantores, poetas y soñadores, hombres y mujeres que nos ayudan a entender que la vida hay que vivirla con donaire y altivez, con la mejor actitud, siempre con un toque de amor y empeño, alcanzando la excelencia en lo que hagamos. Teniendo como instrumento la sobriedad de la palabra bien dicha, la paciencia y tolerancia para perdonar y entender a quienes nos ofenden o nos fallan, para vivir con honestidad y ante todo con la satisfacción del deber cumplido.
Nuestros viejos nos enseñaron a orar, a agradecer a Dios por cada amanecer maravilloso, por el infinito gozo de despertar bajo el brillo de la sonrisa de las personas que amamos, con la frescura del amor y el color de la esperanza, para tener la fuerza suficiente de luchar por nuestros sueños con la fortaleza y energía suficiente para afrontar el frio y la desesperanza de los días opacos de tempestades agrestes y ofensivas, logrando superar con creses la adversidad para escribir la historia y construir un mañana radiante, lleno de luz y esperanza.
Se nos mueren los viejos llevándose sus secretos, ellos nos señalaron el camino correcto, abrieron brechas y cerraron precipicios con su sapiencia, nos enseñaron con sus acciones que la vida es un reto, que hay que asumir, amando con intensidad y pasión. Nos permitieron cultivar cada vivencia para reír, llorar, apostar, ganar y perder, tropezar, caer pero siempre con la pujanza de levantarnos y seguir aprendiendo del error en pos de la felicidad, el éxito y la prosperidad, pero siempre agradeciendo por la bendición de haber nacido, entendiendo que la gratitud y la generosidad son el aval para tener una heredad en abundancia.
Se nos están muriendo nuestros viejos en la amargura de su soledad ante el encierro del confinamiento, la falta de compañía, el sedentarismo por la ausencia ejercicio. Allí yacen delirantes, absortos, debilitados por el frenético distanciamiento, deprimidos por la ausencia del abrazo y el contacto del hijo, el nieto y el amigo, en la soledad de los cuartos sombríos, extasiados de tristezas y recuerdos por la falta de afecto, padeciendo de los equívocos de una bioseguridad que los aísla para protegerlos en un disparate estéril, sepultados en vida, alejados de las personas que aman para llevar una vida que de pronto no vale la pena vivirla; encarcelados con el cinismo de comodidades innecesarias para sufrir en silencio los ambages de la pandemia, esperando la visita de la muerte entre paredes umbrosas que más que cómodos aposentos, parecen sepulcros para vivos.