Carlos Andrés Ascue, un adiós en medio del dolor
Esta es la crónica del periodista Fredy Omén sobre el último adiós a este líder indígena.
El reloj marcaba las 4 de la tarde. El olor a gasolina se intensificaba bajo los rayos del sol, mientras el sonido de los vehículos resonaban en la variante Popayán - Cali. Fue en ese escenario donde las balas silenciaron la vida de Carlos Andrés Ascue; Un joven de 30 años, líder, soñador, y defensor de los derechos humanos; cayó asesinado en medio de la violencia que nunca pidió, pero que le tocó enfrentar.
Su historia comenzó mucho antes, cuando era solo un bebé; lo conocí en La María Piendamó un 15 de mayo de 2008, cuando él tenía 14 años de edad, estaba sentado en una silla de madera, sonriendo y escuchando atentamente lo que conversábamos con amigos, entre chistes y el sonido de cuerdas afinándose, muy comunes en la comunidad indígena de Pueblo Nuevo, en donde nació.
Hablábamos del proceso organizativo y del amor por el trabajo social.Carlos se unió al proceso organizativo a temprana edad. Aprendió a tocar música en medio de las marchas, enfrentándose a un gobierno que veía a las comunidades indígenas como enemigas. Durante el mandato de Álvaro Uribe, su discurso de odio provocaba que helicópteros lanzaran gases lacrimógenos desde el cielo, mientras en tierra, militares infiltrados disparaban, y las balas silbaban sobre nuestras cabezas. En esos días, murieron dos guardias indígenas en el Resguardo de La María, Piendamó.
Ese mismo mayo, el ESMAD entró con fuerza al territorio de La María. Las comunidades se enfrentaron con valentía, logrando hacer retroceder a la fuerza pública quienes en su desesperación por escapar de los bastones de los guardias dejaron en medio de los cafetales sus escudos y algunas prendas, que luego fueron devueltos. Mientras tanto, en otra parte del resguardo, otros miembros del ESMAD caían por el barranco que colinda con la variante Popayán - Cali.
Recuerdo haber lanzado muchas piedras, y, aunque el miedo y la adrenalina me invadían, no sentía cansancio. En medio de esa confusión, escuché a varias personas pedir agua debido a los efectos de los gases lacrimógenos.Fue en ese entorno donde Carlos aprendió, con discursos sobre el cuidado de la tierra y la entrega a su comunidad. ¿Cómo culpar su amor por su gente? Si él creció viendo a los demás como su prioridad.En medio de ese caos, Carlos nunca dejó de tocar su flauta. Para él, era su forma de resistir, de mostrarle al mundo que la cultura y la vida prevalecen, incluso en medio del horror.
Media hora después de su asesinato, a las 4:30 de la tarde, recibí la noticia por WhatsApp: un coordinador de la guardia indígena había sido asesinado en Pescador, Caldono. Su esposa estaba a pocos metros del lugar donde yacía su cuerpo; minutos antes, él la había dejado con su hija mientras tanqueaba su moto. Ella quedó paralizada frente al cuerpo de su compañero, según relataron los testigos. Me quedé sin palabras, lleno de rabia, con un dolor profundo en el pecho. Pensé en Carlos, lo recordé tocando su quena durante la marcha a Bogotá en 2012, y lo imaginé, tocando una vez más para su pueblo.
El día del funeral, dos días después de su asesinato, la música fue su compañera de despedida. Jóvenes de la comunidad tocaron sus flautas, tal como lo habían hecho junto a él en vida. Las melodías envolvieron las palabras de su madre, que entre lágrimas dijo: "Este era el sueño de mi hijo, verlos a todos reunidos, igual que los proyectos que dejó en pro de la comunidad". Un dolor indescriptible se apoderó de todos; muchos lloraron con ella.
Las palabras de su madre no solo eran un lamento, sino un homenaje al legado que Carlos dejó, a los sueños que no pudo ver florecer.Carlos amaba el arte. Con su cabello largo, recorría las calles de Popayán mientras estudiaba antropología en la Universidad del Cauca. Su espíritu creativo quedó plasmado en los murales de Pueblo Nuevo, los mismos que lo vieron pasar en un cajón de madera rumbo al parque principal, donde aún hoy sus dibujos hablan de resistencia, de vida, de sueños truncados.
Los murales lloraron el día de su entierro. El silencio se rompía con los llantos, los gritos de dolor y las flautas que sonaban como un lamento colectivo.A las 10 de la mañana, el día de su siembra, vi su cuerpo dentro del ataúd. Allí estaba, rodeado de chirrincho, flores, una camiseta de su equipo favorito y los emblemas del CRIC. Fue un homenaje sencillo, pero lleno de amor y simbolismo. Le dije a Carlos que todo estaría bien, pero sabía que no era cierto. Una niña había quedado huérfana de padre. Su pequeña hija, demasiado joven para comprender la magnitud del conflicto en el Cauca, la polarización del país y la furia de algunos contra las comunidades indígenas, estaba frente a una tragedia inconmensurable.Recorrí Pueblo Nuevo, y aunque el sol era abrasador, se sentía un ambiente sobrio y triste. Olía a flores de muerte.
Al fondo, una canción de Illapu sonaba: "Me preguntaron cómo vivía, me preguntaron, sobreviviendo dije, sobreviviendo". Fue entonces cuando aterrizé en la realidad, viendo a muchos niños de entre 5 y 10 años con el bastón de guardia. Pero si los muertos los están poniendo los guardias, ¿qué les espera a estos pequeños? Sentí un nudo en la garganta.
Días antes de su muerte, según me contaron, a Carlos conocido como "El Lobo", le habían informado que un Guardia había sido sacado a la fuerza de su casa con rumbo a las montañas. En su rol de coordinador, Carlos organizó la guardia y salieron a rescatarlo.
Al llegar, se plantó frente a los captores con su bastón de mando en alto y les dijo: "Aquí estoy, con un bastón, y solo quiero ayudar a mi gente, a los niños, a cuidar el territorio. ¿Por qué me tienen que amenazar, si no soy malo?". Pero el destino ya estaba marcado, y esas palabras llenas de valor no lograron salvarlo.En el funeral, su padre, con la voz rota pero firme, dijo: "Que Dios los perdone". Recordó cómo Carlos le había confesado que no le temía a la muerte, solo le preocupaba dejar sus proyectos listos antes de partir.
"No tengo tiempo, porque me voy a morir", le había dicho. Su padre se rió en ese momento, pero ahora, con incredulidad y un dolor profundo, reconocía que esas palabras se habían hecho realidad. Su hijo estaba muerto.
La misa de despedida fue sofocante. El calor era agobiante, pero el dolor lo superaba todo. "El alma de Carlos vive, era un alma guerrera", dijo uno de sus amigos. Y así lo sentimos todos. Su cuerpo ya no está, pero su espíritu sigue presente en cada rincón del Cauca, en las montañas que tanto amaba, en los bastones de mando que defendió con su vida, y en los corazones de quienes lo conocieron.Antes de las 3 de la tarde, fue sembrado, como un árbol de esperanza, que sin duda dará los mejores frutos.