La corrupción no tiene izquierda ni derecha: Colombia merece despertar

Colombia sigue atrapada en un ciclo repetitivo donde los discursos cambian, los colores partidistas se reemplazan y los liderazgos se renuevan, pero el fondo sigue siendo el mismo

La corrupción no tiene izquierda ni derecha: Colombia merece despertar

Una clase política que administra la corrupción como si fuera un modelo de gobierno legitimado por las urnas. Hoy, con Gustavo Petro, y ayer con Álvaro Uribe y su escuela política, lo único evidente es que el país no ha logrado romper con esa vieja estructura que todo lo contamina.

Porque, hay que decirlo sin rodeos, no existe la corrupción buena.
No existe la corrupción justificable.
No existe la corrupción de izquierda ni la de derecha.
Solo existe la corrupción… y nos está devorando.

Un país condenado a repetir su tragedia

Cuando el petrismo llegó al poder prometiendo un cambio histórico, millones de colombianos creyeron que por fin tendríamos un gobierno sin maquinarias, sin clientelismo, sin corrupción estructural. Pero la realidad golpeó rápido y golpeó duro: escándalos de financiación irregular, un gabinete fragmentado, contratos direccionados, cuotas burocráticas disfrazadas de “transformación” y una constelación de figuras cuestionadas orbitando alrededor del poder.

¿En qué se diferencia eso del uribismo que gobernó por dos décadas con un modelo calcado de favores, control territorial, parapolítica, falsos positivos y una burocracia manejada como fortín electoral?

En nada.

La verdad incómoda es que aquí la corrupción no tiene ideología:
es un método de supervivencia del poder.

La izquierda y la derecha son excusas; la corrupción es el verdadero partido de gobierno

Ambos bandos se acusan mutuamente con vehemencia casi religiosa, pero mientras los fanáticos discuten en redes sociales, el país real sigue pagando el precio: hospitales quebrados, vías inservibles, inseguridad desbordada, territorios abandonados, impuestos que no regresan en bienestar y un Estado capturado por intereses que nunca son los de la gente.

La élite política colombiana, tanto la que se dice progresista como la que se dice conservadora, parece haber llegado a un acuerdo tácito:
la corrupción es el único punto programático en el que todos coinciden.

Y es esa “unidad nacional” la que tiene condenado al país a caminar en círculos.

La factura siempre la paga el pueblo

Mientras ellos se enriquecen, los ciudadanos siguen cargando con:

  • Servicios públicos impagables.
  • Carreteras controladas por grupos armados.
  • Sistemas de salud agonizantes.
  • Instituciones que responden tarde y mal.
  • Jóvenes sin oportunidades.
  • Regiones olvidadas como el Cauca, que ponen los muertos y reciben migajas.

La corrupción no solo roba plata: roba futuro, esperanza y dignidad.

Un llamado necesario

En Colombia necesitamos más que un cambio de gobierno. Necesitamos un cambio de cultura política, y sobre todo: un cambio de carácter social.

Mientras sigamos normalizando que “unos roban menos”, “estos roban bonito”, “aquellos roban para gobernar bien”, estaremos aceptando que la corrupción es parte de nuestro ADN nacional. Y eso no puede seguir siendo así.

Ni Petro representa la pureza que prometió, ni Uribe fue el salvador que muchos aún veneran.
Ambos liderazgos, con sus diferencias de forma, compartieron el mismo fondo:
proteger un sistema que castiga la honestidad y premia la trampa.

Colombia debe despertar

Este país no saldrá adelante mientras los ciudadanos no exijan lo mismo a todos: transparencia, resultados y decencia.
Sin excepciones.
Sin bandos.
Sin fanatismos.

Porque al final, la corrupción solo tiene un verdadero enemigo: un pueblo que deja de justificarla.

Y ese pueblo, tarde o temprano, tendrá que levantarse.

De cara a las elecciones presidenciales del próximo año, Colombia enfrenta un desafío que trasciende los nombres de los candidatos: romper, por fin, la polarización estéril que nos ha dividido durante dos décadas. Ni el odio al uribismo ni la devoción por el petrismo nos han dado soluciones; al contrario, nos han condenado a repetir los mismos errores bajo discursos diferentes. El país necesita serenidad, sentido crítico y ciudadanos capaces de votar sin fanatismos, entendiendo que la democracia no se construye desde trincheras sino desde la responsabilidad colectiva. La verdadera transformación comienza cuando dejamos de entregarle nuestra libertad a los mesías políticos y la recuperamos como un derecho innegociable.

Porque un país solo es verdaderamente libre cuando cada individuo es dueño de su propio destino y no siervo de sus gobernantes.