De Boyacá a la agenda pendiente: la independencia que nos falta

Hace 206 años, al pie del Puente de Boyacá, Simón Bolívar y sus tropas sellaron la independencia con una maniobra fulminante que desarmó al poder realista.

De Boyacá a la agenda pendiente: la independencia que nos falta

Aquella victoria no solo desató los gritos de libertad; sembró la convicción de que, cuando la causa es justa, la unidad vence al miedo y acorta los caminos imposibles.

Hoy, 7 de agosto de 2025, Colombia vuelve a conmemorar la gesta libertadora con desfiles, discursos y banderas ondeando al viento. Pero lejos de los tambores y las salvas, el terreno de batalla ha cambiado. Nuestros ejércitos ya no se enfrentan a la bayoneta limpia, sino a enemigos que corroen desde adentro: la polarización feroz, la corrupción que drena los cofres públicos, y esa trinidad vergonzosa, miseria, pobreza y hambre, que azota a millones de compatriotas.

Por supuesto, quienes no padecen esta tragedia son los miembros de la clase política tradicional, a la que bien podemos llamar el partido del Estado: una élite que, más allá de su ideología, ha hecho del erario su botín, siempre en alianza con los empresarios prebendarios, a quienes en Popayán conocemos bastante bien.

De la espada libertadora a la espada de Damocles

En 1819 el desafío era romper las cadenas de un imperio lejano; en 2025 el desafío es mucho más íntimo y más doloroso: romper las cadenas que nosotros mismos forjamos con apatía, tribalismo o como diría mi buen amigo Santiago Zambrano Simmonds "El importoculismo político" y es que la tolerancia a la rapiña institucional. Cada contrato amañado, cada concusión disfrazada de “gestión”, cada virulento tuit que convierte al opositor en enemigo mortal, coloca una espada de Damocles sobre la esperanza colectiva.

Si la batalla de Boyacá duró horas, la de hoy se libra a fuego lento y puede devorarnos generaciones enteras. El hambre no admite discursos; la polarización no se resuelve con memes. Se requieren decisiones valientes, sacrificios compartidos y un mínimo de grandeza moral.

El calendario y la encrucijada

Faltan doce meses para que el 7 de agosto de 2026 un nuevo presidente cruce el umbral de la Casa de Nariño. Será la primera gran cita electoral después de un ciclo marcado por desconfianza y desencanto. Llegamos a ella con un país hastiado de promesas pomposas y planes de gobierno que se evaporan como niebla sobre el altiplano.

Que 2026 no sea otro relevo de estafetas entre burócratas de turno. Colombia necesita, y exige, un gobernante sin ataduras de partido-empresa, con la convicción indeclinable de que el dinero del contribuyente es sagrado y la austeridad no es un eslogan, sino una obligación ética.

Un líder que comprenda que los territorios no son feudos electorales, sino comunidades que demandan infraestructura, seguridad y dignidad. Menos cadenas nacionales; más acueductos rurales. Menos retórica inflamada; más aulas, más empleos y más platos llenos.

¿Y nosotros? De ciudadanos pasivos a artífices de la victoria

La batalla contemporánea tampoco se ganará desde una sola tribuna. Requiere que la ciudadanía se rebele contra la resignación: que vote con la cabeza y no con la billetera, que trate los debates públicos con argumentos y no con insultos, y que vigile cada peso que el Estado gasta como si fuera propio, porque lo es. Bolívar convocó llaneros y campesinos; hoy nos toca convocar jóvenes desencantados, mujeres jefas de hogar, emprendedores estrangulados por la tramitomanía y los impuestos, comunidades indígenas olvidadas y empresarios que quieran competir limpia y libremente.

En honor a Boyacá, recordemos que las victorias imposibles solo se fraguan cuando la nación decide vencer al miedo. Que este 7 de agosto no sea un ritual vacío, sino el despertar de una conciencia colectiva que repita, como entonces, que “si la naturaleza se opone, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”.

Colombianos, la patria no necesita más aplausos al paso de los tanques; necesita que cada uno de nosotros abrace la causa cívica con el mismo fervor con que los libertadores abrazaron la causa militar. Que nuestra bandera no se doblegue ante la polarización; que nuestro himno retumbe más alto que la corrupción.

Y que Dios, o el veredicto de las urnas, coloque en la Casa de Nariño, el 7 de agosto de 2026, a un presidente capaz de unir lo que la mezquindad ha fracturado. Uno que entienda que el poder es servicio, no botín; que la paz social nace de la justicia, no del cálculo electoral; y que el verdadero patriotismo se escribe con obras, no con discursos.

En Boyacá aprendimos que la victoria empieza cuando se decide luchar juntos. Hoy, la independencia pendiente está a un solo paso de nuestra valentía.